Después llegó el miedo. El miedo a perderle. Ese temor que te rondaba por el pensamiento día sí y día también, porque a pesar de todo nada garantizaba que no se fuera a marchar. El miedo a que te olvidara, aunque en el fondo sabías que nunca lo haría, porque él te quería, no tenías idea de cuánto, ni siquiera él mismo lo sabía. Y esa incertidumbre también dolía, dolía como si te estuvieran apedreando, sin embargo llegaste a la conclusión de que rendirse no era una opción y no ibas a ceder mientras hubiera una mínima esperanza, y la había. Estabas segura en un 90% de que la había, así que decidiste seguir conociendo más, hasta que empezabas a amar sus defectos casi tanto como lo amabas a él. Te sacaba de quicio como pocas personas lo hacían, pero sabía como hacer que te calmaras. Sabía que hacer o decir para enfadarte y a veces lo ponía en práctica. La cagaba como nadie y luego lo arreglaba como ninguno... también sabía lo que te gustaba y lo que no. Sabíais tantas cosas el uno del otro que tal vez podríais escribir un libro autobiográfico sobre la vida de cada uno. Teníais tantas cosas en común que a veces te preguntabas donde había estado durante todos estos años de tu vida. Él era esa típica persona con la que puedes pasarte horas hablando de cualquier cosa, lo que sea, nunca era aburrido, la típica persona con la que no puedes estar más de tres días sin hablar, esa persona que llega a tu vida y te saca de la rutina, de la monotonía de los días tristes en los que no te entiendes ni tú y de la frustración de los días de estrés en los que no puedes dar más de ti. Bastaba con un simple mensaje o un abrazo. Aparentemente todo era perfecto, pero dolía, dolía tanto que en múltiples ocasiones te planteaste tirar la toalla y dejar de luchar, tanto que en algunos momentos has querido darle un puñetazo y luego curarle. Y es que a pesar de todo,
tú eres mi final feliz. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario